Por Gabriel Rodríguez Bustos (Chile). Periodista y Licenciado en Comunicación Social de la Universidad de Santiago, académico y escritor. Entre sus creaciones destaca “Colonia Dignidad: Los Crímenes de la Secta”. Actual concejal de la comuna de San Javier, Región del Maule
- Llegó la hora, dijo el Presidente.
Los
miembros del GAP formaban un nervioso círculo en el patio de la casa de Tomas
Moro. Afuera tres Fiat calentaban motores. Daniel sintió que el frío del
amanecer le mordía una zona imprecisa de la espalda. Se acomodó la chaqueta y
se subió las solapas. Algunos compañeros corrieron a tomar posiciones en las
ventanas del segundo piso. Daniel recordó los fríos amaneceres de sus campos
villalegrinos y el brasero a los pies de su madre.
El Presidente
lucia grave y decidido. Su voz, normalmente tranquila, a veces traviesa,
transmitía una profunda decepción. Hacía
una semana que Daniel había visitado la vetusta casona de sus padres. Pensó en
sus hermanas que lo cuidaban como al niño que fue. La casa de La Serteneja
escondía sus juegos infantiles, sus primeras lecturas, el mate de mano en mano
en las oscuras noches.
-
Jano, tú vas conmigo, le
dijo el presidente al pasar por su lado.
Presuroso,
se adelantó a la comitiva y abrió las puertas del vehículo presidencial. El
doctor insistió en ocupar el asiento del copiloto y la pequeña caravana enfiló
veloz hacia el poniente. Observaban con preocupación los techos de los
edificios y las esquinas de las calles desiertas y silenciosas. La ciudad,
enrarecida, despertaba lentamente, sin adivinar el drama que se desencadenaría
en pocas horas. El Mapocho aparecía y desaparecía de la ruta y uno que otro
madrugador los saludaba adivinando que el Compañero Presidente viajaba en
alguno de aquellos ruidosos vehículos.
Daniel
llegó a Santiago varios años antes. Nadie en su familia entendió su decisión.
Abandonó las domaduras de caballos, las cuecas palmoteadas con su hermana, los
ricos camarones que llenaban los potreros en el invierno, el pequeño pueblo y
sus naranjos.
Trabajó
un tiempo en la construcción del Metro, pega dura y embrutecedora. Siguió buscando trabajo y por
azar llegó a ocuparse a la pequeña fábrica de lanas de una de las hijas del
doctor Salvador Allende.
Sereno
y esforzado, Daniel demostró rápidamente sus capacidades y asumió tareas en la
administración de la empresa. Poco a poco se fue convirtiendo en un hombre de
confianza. Al segundo año conoció al famoso doctor. Surgió una amistad y
simpatía mutua que nunca se quebró. Se convirtió en su asistente, el que
atendía las mil y una necesidades de la siempre agitada casa. Dejó la fábrica y
se hizo cada vez más indispensable en la agitada agenda de los Allende Bussi.
Participó en las agotadoras giras, los viajes, las infinitas reuniones. Se convirtió
en militante del partido, siempre a su lado, cuidándole las espaldas, velando
para que ningún loco atentara contra aquel que encarnaba sus sueños de justicia
social.
A
pesar de su juventud, ya no recordaba cuanto tiempo hacía que llevaba la
chequera privada del Presidente.
“Esto
se ve mal” le había dicho a su hermana el día anterior, cuando hablaron
brevemente por teléfono. “¡Cuídate hermano!”, le había rogado ella, “Si te pasa
algo, nuestros padres morirán”.
Entraron
al barrio cívico por el Parque Forestal. Un mendigo que se levantaba de su cama
de cartones y papeles los miró alelado, mientras soplaba sus manos gélidas.
Se
bajaron en La Moneda por el costado de la Plaza de la Constitución. Hacía poco
más de un mes los trabajadores habían copado la plaza después del fallido
tancazo encabezado por el coronel Souper. “ ¡La guardia muere pero no se rinde,
mierda!”, había dicho el presidente, repitiendo la frase del capitán que
dirigió la defensa del Palacio Presidencial.
Daniel
miró la explanada y respiró profundo. Después corrió al edificio siguiendo al Presidente
que se adentraba en las oficinas interiores.
“Si
viene una bala para el Chicho yo me pongo por delante”, le había dicho a su
hermana, que escuchaba anhelante al otro lado de la línea telefónica. La amplia
oficina presidencial se llenó de amigos y camaradas. El doctor distribuía
tareas y se escuchaban carreras por todas las escaleras. Los Gap cerraron las
ventanas e instalaron muebles tras los balcones. Se ubicó en el marco de un
tragaluz, observando el lento transito por la Alameda. De vez en cuando miraba
al presidente que hablaba por teléfono con voz resuelta. Recordó las veces que
habían pernoctado en la casa de La Serteneja. Vio a sus padres conmovidos
abrazando al Presidente que lo único que deseaba era dormir un rato en la
pequeña pieza destinada a las visitas. Después de unas horas aparecía por el
comedor. Se sentaba junto al fogón donde lo esperaba un mate y unas
tortillas. Otras veces los muchachos
corrían a Villa Alegre y compraban un buen asado. Lo preparaban riendo y molestando
al Negro Olivares que se creía experto en cocimientos o al Perro Carmona que sonreía
silencioso desde sus gruesas gafas.
Salieron
al Patio de los Naranjos a constatar que la guardia de carabineros se retiraba.
Algunos dejaron sus armas, tal vez por olvido, quizás por vergüenza. Prefirió
pensar que era por solidaridad con quienes se quedaban junto al Presidente.
Alguien
gritaba su nombre desde la calle. Se acercó a una ventana y descubrió el rostro
de su primo pegado a los gruesos cristales.
-
Tienes que salir de aquí
Daniel, ven conmigo, le rogó el muchacho delgado con quien había compartido
tantos veranos en el rio.
-
No voy a salir, vete a tu
casa a cuidar a tus hijos, le dijo. Y cuida a los míos, agregó a punto de
soltar un sollozo.
-
No pueden ganar contra estos
huevones, gritaba el muchacho, con el aliento cortado por el temor.
Se alejó
hacia el interior vacilante. Veía el rostro sonriente de su hija girando
colgada de su cuello. Imaginó el temor de su mujer embarazada. El hijo que
venía en camino no lo conocería. Pero sabría que su padre murió como un valiente
luchando contra fuerzas mil veces superiores. Unas lágrimas entibiaron sus
mejillas mientras aplastaba el rostro contra el muro.
-
Estamos rodeados de
golpistas, dijo el Presidente, que regresaba a su escritorio.
Volvió
a su puesto junto a la ventana. Vio avanzar tanques y tropa desde el Ministerio
de Defensa.
-
Todos al suelo, gritó el
jefe del Gap.
Los
disparos de los tanques estremecían las gruesas murallas. El estruendo de
ametralladoras y armas pesadas se volvió ensordecedor.
Recordó
las veces que pasaron veloces por la vieja casa para saludar a sus padres. El
Chicho esperaba pacientemente en el vehículo presidencial mientras él abrazaba
a sus viejos y sus hermanas lo llenaban de besos. Luego regresaba gozoso a
alguno de los vehículos de la comitiva. Partían a toda velocidad a las Termas
de Panimávida donde el doctor tomaba baños, dormía y se reunía con sus amigos
de la zona.
El
presidente ordenó reunir a las mujeres, entre ellas sus hijas Isabel y Beatriz.
Les habló como padre y como líder. Les explicó que vendrían días oscuros y que
los criminales se iban a apoderar del país. Que sobrevivir para el futuro era
un deber revolucionario. Que debían correr a cuidar a sus hijos y preparar la
resistencia a quienes tratarían de revertir la historia y las conquistas del
pueblo. Las abrazó una a una. Y las empujó fuera.
-
La Fuerza Aérea nos va a
bombardear, todos al subterráneo, ordenó el mandatario.
Bajaron
corriendo las escaleras. En el desorden se mezclaban médicos, periodistas,
miembros del Gap. Daniel sintió que vivía una pesadilla. Como en su infancia,
cuando despertaba llorando y acudía alguna de sus hermanas para consolarlo y
hacerlo dormir en su regazo.
El
estruendo fue pavoroso. El humo y las llamas lo consumían todo. Comprendió que
estaban perdidos. Que no habría palabras, ni razón que detuviera el odio de
quienes atacaban el símbolo de la democracia como a su peor enemigo. Pensó en
tantos camaradas que a esa hora ocuparían las fábricas y las universidades.
Serían aplastados a sangre y fuego.
En
medio de la confusión y los gritos el Presidente se mantenía extrañamente
tranquilo, dueño de su hora más difícil.
-
Cobardes de mierda, le
escuchó decir.
Lo
observó admirado. Era como su segundo padre. El hombre capaz de hipnotizar a
las muchedumbres con su voz ardiente y sus palabras inteligentes. El que
siempre lo trató con afecto y amistad.
-
Eres como el hijo que no
tuvo, le dijo una vez uno de sus camaradas.
La Casa
de los Presidentes de Chile ardía por los cuatro costados. La bandera que
flameaba victoriosa se quemaba ante los corresponsales extranjeros. Las tropas
entrarían en cualquier momento. El presidente los reunió bajo la escalera que
daba a calle Morandé. Se despidió con palabras de amistad para cada uno. Se
miraron a los ojos y él quiso rebelarse.
-
Me quedaré con usted hasta
el final, dijo, prefiero morir a su lado que en manos de esos traidores.
-
No Janito, le dijo el
mandatario, usando el apodo que usaba en Tomas Moro, debes vivir para otras
batallas. Te lo ordena tu Presidente.
Bajó
la mirada, vencido.
Lo
vio alejarse hacia el interior.
Sus
compañeros ya salían con los brazos en alto.
La
intensa luz de la calle le hirió los ojos.
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-
Lo capturaron en La Moneda.
Aparece en la foto donde los rendidos están en el suelo con los brazos cruzados
detrás de la cabeza y al fondo hay un tanque, después desapareció.
La
voz de su hermana Aida atraviesa el atardecer húmedo de junio en Villa Alegre.
-
Se sabe que lo trasladaron
con los otros al regimiento Tacna y luego al Blindados 2, hoy Fuerte Arteaga.
Tenía 23 años, era el más joven, el regalón del Presidente, agrega.
El
periodista toma notas, conmovido. Rita se seca las lágrimas.
-
Allanaron nuestra casa en La
Serteneja varias veces. Rodeaban la casa de noche, destruían el piso, los
muebles, todo.
-
Nos detuvieron los
carabineros.
-
Una noche sacaron a mi padre
de la cama. Le rompieron la ropa, le daban
culatazos. Yo me arroje sobre él y les gritaba: “¡Cobardes!”. Nos
llevaron presos a los dos, cuenta Rita.
Les
pregunto por el maletín médico que el mandatario habría olvidado en La
Serteneja.
-
Ahí quedó, era un maletín
café, de cuero. Tenia de todo, hasta para hacer pequeñas operaciones, confirma
Aída.
-
El terremoto del 2010
destruyó la casa donde estaba, pudimos rescatar muy pocas cosas. Yo no he
vuelto a entrar, dice Aida.
Mi
amiga Soraya, que asiste a la entrevista, interviene: “Yo lo vi, era de este
porte”, señala haciendo un gesto con las manos.
-
Y le dije al capitán “para
detener a un pobre viejo vienen tantos y cuando andan robando no viene nadie”, señala
Rita.
Para
evitar que sus padres sufrieran les dijeron que habían escuchado en las
noticias que Daniel estaba en Cuba. La historia resultó creíble y los padres no
dudaron. De vez en cuando inventaban una carta y se las leían, recuerda Aida.
“Mamita
linda, estoy bien, pero aún no puedo regresar. Los extraño mucho, espero
abrazarlos pronto. Su hijo Daniel”.
-
Escribíamos esas cartas
cuando veíamos a los papas muy tristes. Mi madre decía: “cualquier día veré a
Daniel entrando por la puerta”.
Los
amedrentamientos siguieron. Detuvieron a la madre de Daniel.
-
¿Por qué nos molestaban?, se
llevaban las radios, todo.
A
Rita la echaron del Hospital donde trabajaba y a Aida, la profesora, le
quitaron su mención en Historia.
En
1994 los supuestos restos de Daniel
Gutiérrez Ayala fueron entregados a su familia. Correspondían a personas
exhumadas del Patio 29 del Cementerio General de Santiago, lugar donde se
ocultaron cuerpos de detenidos-desaparecidos. Ante la evidencia, decidieron
confesar la verdad a los padres. Acudieron al Instituto Médico Legal en
Santiago.
-
Mi padre miraba el pequeño
ataúd y decía “¿Ahí está mi hijo?” después se desmayó.
La
identificación de los restos fue un error y la familia debió enfrentar un nuevo
dolor.
Daniel
todavía sigue perdido en la bruma de la represión y el odio.
Es
tarde.
Vuelvo
a casa agobiado por la lluvia. Beso a mi hija. “Un día voy a escribir esta
historia”, pienso.
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