viernes, 23 de junio de 2017

EL JOVEN AMIGO DE SALVADOR ALLENDE Una Historia del GAP



   
Por Gabriel Rodríguez Bustos (Chile). Periodista y Licenciado en Comunicación Social de la Universidad de Santiago, académico y escritor. Entre sus creaciones destaca “Colonia Dignidad: Los Crímenes de la Secta”. Actual concejal de la comuna de San Javier, Región del Maule
     
      



-   Llegó la hora, dijo el Presidente.
Los miembros del GAP formaban un nervioso círculo en el patio de la casa de Tomas Moro. Afuera tres Fiat calentaban motores. Daniel sintió que el frío del amanecer le mordía una zona imprecisa de la espalda. Se acomodó la chaqueta y se subió las solapas. Algunos compañeros corrieron a tomar posiciones en las ventanas del segundo piso. Daniel recordó los fríos amaneceres de sus campos villalegrinos y el brasero a los pies de su madre.
El Presidente lucia grave y decidido. Su voz, normalmente tranquila, a veces traviesa, transmitía  una profunda decepción. Hacía una semana que Daniel había visitado la vetusta casona de sus padres. Pensó en sus hermanas que lo cuidaban como al niño que fue. La casa de La Serteneja escondía sus juegos infantiles, sus primeras lecturas, el mate de mano en mano en las oscuras noches.
-          Jano, tú vas conmigo, le dijo el presidente al pasar por su lado.
Presuroso, se adelantó a la comitiva y abrió las puertas del vehículo presidencial. El doctor insistió en ocupar el asiento del copiloto y la pequeña caravana enfiló veloz hacia el poniente. Observaban con preocupación los techos de los edificios y las esquinas de las calles desiertas y silenciosas. La ciudad, enrarecida, despertaba lentamente, sin adivinar el drama que se desencadenaría en pocas horas. El Mapocho aparecía y desaparecía de la ruta y uno que otro madrugador los saludaba adivinando que el Compañero Presidente viajaba en alguno de aquellos ruidosos vehículos.
Daniel llegó a Santiago varios años antes. Nadie en su familia entendió su decisión. Abandonó las domaduras de caballos, las cuecas palmoteadas con su hermana, los ricos camarones que llenaban los potreros en el invierno, el pequeño pueblo y sus naranjos.
Trabajó un tiempo en la construcción del Metro, pega dura  y embrutecedora. Siguió buscando trabajo y por azar llegó a ocuparse a la pequeña fábrica de lanas de una de las hijas del doctor Salvador Allende.
Sereno y esforzado, Daniel demostró rápidamente sus capacidades y asumió tareas en la administración de la empresa. Poco a poco se fue convirtiendo en un hombre de confianza. Al segundo año conoció al famoso doctor. Surgió una amistad y simpatía mutua que nunca se quebró. Se convirtió en su asistente, el que atendía las mil y una necesidades de la siempre agitada casa. Dejó la fábrica y se hizo cada vez más indispensable en la agitada agenda de los Allende Bussi. Participó en las agotadoras giras, los viajes, las infinitas reuniones. Se convirtió en militante del partido, siempre a su lado, cuidándole las espaldas, velando para que ningún loco atentara contra aquel que encarnaba sus sueños de justicia social.
A pesar de su juventud, ya no recordaba cuanto tiempo hacía que llevaba la chequera privada del Presidente.
“Esto se ve mal” le había dicho a su hermana el día anterior, cuando hablaron brevemente por teléfono. “¡Cuídate hermano!”, le había rogado ella, “Si te pasa algo, nuestros padres morirán”.
Entraron al barrio cívico por el Parque Forestal. Un mendigo que se levantaba de su cama de cartones y papeles los miró alelado, mientras soplaba sus manos gélidas.
Se bajaron en La Moneda por el costado de la Plaza de la Constitución. Hacía poco más de un mes los trabajadores habían copado la plaza después del fallido tancazo encabezado por el coronel Souper. “ ¡La guardia muere pero no se rinde, mierda!”, había dicho el presidente, repitiendo la frase del capitán que dirigió la defensa  del Palacio Presidencial.
Daniel miró la explanada y respiró profundo. Después corrió al edificio siguiendo al Presidente que se adentraba en las oficinas interiores.
“Si viene una bala para el Chicho yo me pongo por delante”, le había dicho a su hermana, que escuchaba anhelante al otro lado de la línea telefónica. La amplia oficina presidencial se llenó de amigos y camaradas. El doctor distribuía tareas y se escuchaban carreras por todas las escaleras. Los Gap cerraron las ventanas e instalaron muebles tras los balcones. Se ubicó en el marco de un tragaluz, observando el lento transito por la Alameda. De vez en cuando miraba al presidente que hablaba por teléfono con voz resuelta. Recordó las veces que habían pernoctado en la casa de La Serteneja. Vio a sus padres conmovidos abrazando al Presidente que lo único que deseaba era dormir un rato en la pequeña pieza destinada a las visitas. Después de unas horas aparecía por el comedor. Se sentaba junto al fogón donde lo esperaba un mate y unas tortillas.  Otras veces los muchachos corrían a Villa Alegre y compraban un buen asado. Lo preparaban riendo y molestando al Negro Olivares que se creía experto en cocimientos o al Perro Carmona que sonreía silencioso desde sus gruesas gafas.
Salieron al Patio de los Naranjos a constatar que la guardia de carabineros se retiraba. Algunos dejaron sus armas, tal vez por olvido, quizás por vergüenza. Prefirió pensar que era por solidaridad con quienes se quedaban junto al Presidente.
Alguien gritaba su nombre desde la calle. Se acercó a una ventana y descubrió el rostro de su primo pegado a los gruesos cristales.
-          Tienes que salir de aquí Daniel, ven conmigo, le rogó el muchacho delgado con quien había compartido tantos veranos en el rio.
-          No voy a salir, vete a tu casa a cuidar a tus hijos, le dijo. Y cuida a los míos, agregó a punto de soltar un sollozo.
-          No pueden ganar contra estos huevones, gritaba el muchacho, con el aliento cortado por el temor.
Se alejó hacia el interior vacilante. Veía el rostro sonriente de su hija girando colgada de su cuello. Imaginó el temor de su mujer embarazada. El hijo que venía en camino no lo conocería. Pero sabría que su padre murió como un valiente luchando contra fuerzas mil veces superiores. Unas lágrimas entibiaron sus mejillas mientras aplastaba el rostro contra el muro.
-          Estamos rodeados de golpistas, dijo el Presidente, que regresaba a su escritorio.
Volvió a su puesto junto a la ventana. Vio avanzar tanques y tropa desde el Ministerio de Defensa.
-          Todos al suelo, gritó el jefe del Gap.
Los disparos de los tanques estremecían las gruesas murallas. El estruendo de ametralladoras y armas pesadas se volvió ensordecedor.
Recordó las veces que pasaron veloces por la vieja casa para saludar a sus padres. El Chicho esperaba pacientemente en el vehículo presidencial mientras él abrazaba a sus viejos y sus hermanas lo llenaban de besos. Luego regresaba gozoso a alguno de los vehículos de la comitiva. Partían a toda velocidad a las Termas de Panimávida donde el doctor tomaba baños, dormía y se reunía con sus amigos de la zona.
El presidente ordenó reunir a las mujeres, entre ellas sus hijas Isabel y Beatriz. Les habló como padre y como líder. Les explicó que vendrían días oscuros y que los criminales se iban a apoderar del país. Que sobrevivir para el futuro era un deber revolucionario. Que debían correr a cuidar a sus hijos y preparar la resistencia a quienes tratarían de revertir la historia y las conquistas del pueblo. Las abrazó una a una. Y las empujó fuera.
-          La Fuerza Aérea nos va a bombardear, todos al subterráneo, ordenó el mandatario.
Bajaron corriendo las escaleras. En el desorden se mezclaban médicos, periodistas, miembros del Gap. Daniel sintió que vivía una pesadilla. Como en su infancia, cuando despertaba llorando y acudía alguna de sus hermanas para consolarlo y hacerlo dormir en su regazo.
El estruendo fue pavoroso. El humo y las llamas lo consumían todo. Comprendió que estaban perdidos. Que no habría palabras, ni razón que detuviera el odio de quienes atacaban el símbolo de la democracia como a su peor enemigo. Pensó en tantos camaradas que a esa hora ocuparían las fábricas y las universidades. Serían aplastados a sangre y fuego.
En medio de la confusión y los gritos el Presidente se mantenía extrañamente tranquilo, dueño de su hora más difícil.
-          Cobardes de mierda, le escuchó decir.
Lo observó admirado. Era como su segundo padre. El hombre capaz de hipnotizar a las muchedumbres con su voz ardiente y sus palabras inteligentes. El que siempre lo trató con afecto y amistad.
-          Eres como el hijo que no tuvo, le dijo una vez uno de sus camaradas.
La Casa de los Presidentes de Chile ardía por los cuatro costados. La bandera que flameaba victoriosa se quemaba ante los corresponsales extranjeros. Las tropas entrarían en cualquier momento. El presidente los reunió bajo la escalera que daba a calle Morandé. Se despidió con palabras de amistad para cada uno. Se miraron a los ojos y él quiso rebelarse.
-          Me quedaré con usted hasta el final, dijo, prefiero morir a su lado que en manos de esos traidores.
-          No Janito, le dijo el mandatario, usando el apodo que usaba en Tomas Moro, debes vivir para otras batallas. Te lo ordena tu Presidente.
Bajó la mirada, vencido.
Lo vio alejarse hacia el interior.
Sus compañeros ya salían con los brazos en alto.
La intensa luz de la calle le hirió los ojos.
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-          Lo capturaron en La Moneda. Aparece en la foto donde los rendidos están en el suelo con los brazos cruzados detrás de la cabeza y al fondo hay un tanque, después desapareció.
La voz de su hermana Aida atraviesa el atardecer húmedo de junio en Villa Alegre.
-          Se sabe que lo trasladaron con los otros al regimiento Tacna y luego al Blindados 2, hoy Fuerte Arteaga. Tenía 23 años, era el más joven, el regalón del Presidente,  agrega.
El periodista toma notas, conmovido. Rita se seca las lágrimas. 
-          Allanaron nuestra casa en La Serteneja varias veces. Rodeaban la casa de noche, destruían el piso, los muebles, todo.
-          Nos detuvieron los carabineros.
-          Una noche sacaron a mi padre de la cama. Le rompieron la ropa, le daban  culatazos. Yo me arroje sobre él y les gritaba: “¡Cobardes!”. Nos llevaron presos a los dos, cuenta Rita.
Les pregunto por el maletín médico que el mandatario habría olvidado en La Serteneja.
-          Ahí quedó, era un maletín café, de cuero. Tenia de todo, hasta para hacer pequeñas operaciones, confirma Aída.
-          El terremoto del 2010 destruyó la casa donde estaba, pudimos rescatar muy pocas cosas. Yo no he vuelto a entrar, dice Aida.
Mi amiga Soraya, que asiste a la entrevista, interviene: “Yo lo vi, era de este porte”, señala haciendo un gesto con las manos.
-          Y le dije al capitán “para detener a un pobre viejo vienen tantos y cuando andan robando no viene nadie”, señala Rita.
Para evitar que sus padres sufrieran les dijeron que habían escuchado en las noticias que Daniel estaba en Cuba. La historia resultó creíble y los padres no dudaron. De vez en cuando inventaban una carta y se las leían, recuerda Aida.
“Mamita linda, estoy bien, pero aún no puedo regresar. Los extraño mucho, espero abrazarlos pronto. Su hijo Daniel”.
-          Escribíamos esas cartas cuando veíamos a los papas muy tristes. Mi madre decía: “cualquier día veré a Daniel entrando por la puerta”.
Los amedrentamientos siguieron. Detuvieron a la madre de Daniel.
-          ¿Por qué nos molestaban?, se llevaban las radios, todo.
A Rita la echaron del Hospital donde trabajaba y a Aida, la profesora, le quitaron su mención en Historia.
En 1994  los supuestos restos de Daniel Gutiérrez Ayala fueron entregados a su familia. Correspondían a personas exhumadas del Patio 29 del Cementerio General de Santiago, lugar donde se ocultaron cuerpos de detenidos-desaparecidos. Ante la evidencia, decidieron confesar la verdad a los padres. Acudieron al Instituto Médico Legal en Santiago.
-          Mi padre miraba el pequeño ataúd y decía “¿Ahí está mi hijo?” después se desmayó.
La identificación de los restos fue un error y la familia debió enfrentar un nuevo dolor.
Daniel todavía sigue perdido en la bruma de la represión y el odio.
Es tarde.

Vuelvo a casa agobiado por la lluvia. Beso a mi hija. “Un día voy a escribir esta historia”, pienso.

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