Por Gabriel
Rodríguez Bustos (Chile). Periodista y Licenciado en
Comunicación Social de la Universidad de Santiago, académico y escritor. Entre sus creaciones
destaca “Colonia Dignidad: Los Crímenes de la Secta”. Actual concejal de la
comuna de San Javier, Región del Maule
NERUDA
Y EL MAULE
DE NEFTALI REYES BASUALTO A PABLO NERUDA
Me han pedido exponer sobre uno de los más grandes poetas
de nuestro país y el mundo nacido en nuestra región del Maule. Lo hacemos desde
el corazón de la provincia, cercados de viñas y arrozales, donde estuvo la
aldea rural que vio nacer a nuestro Pablo hace ya 110 años. Los últimos vestigios de la
casa natal fueron torpemente destruidos hace poco más de 10 años.
A escasas cuadras de este lugar
podemos visitar la tumba de su madre, muy probablemente el ángel tutelar de su
poesía. Los vagos antecedentes sobre la figura de la maestra que fue doña Rosa Neftalí
Basualto hablan de su amor por las
letras. Como tantos, en esos años de aun precarios servicios de salud, la madre
de nuestro nobel cayó fulminada por la TBC a un mes de haber nacido su único
hijo.
Aquí en la provincia, donde aún
el aire guarda el aroma de los campos y las flores y la gran industria no ha
llegado a oscurecer el cielo y envenenar las aguas, es posible respirar el
hábitat vital del poeta. Criado por su abuelo paterno en el fundo Belén, su
primera infancia estuvo íntimamente unida a la vida del campo y a los ciclos de
la naturaleza. A los seis años su padre lo trasladó a Temuco, llenando su
infancia de insectos, piedras, bosque en infinito crecimiento y las mil formas
en que la vida silvestre se multiplica.
Es en este Sur de Chile, en los
andenes de los viejos ferrocarriles a carbón, en las tierras pobres de los
pequeños agricultores bautizados con nombres bíblicos, en la lluvia incesante y
demoledora que martillaba las tejas cuando su padre violento regresaba al hogar
a medianoche, que Ricardo Eliecer Neftalí se nutrió de imágenes, vivencias y
sensaciones para volcarlas en su poesía telúrica, material, profundamente
sensual e intransablemente hermana de los hombres.
En la casa de Temuco el
adolescente Neftalí Reyes descubrió un viejo baúl donde “había un retrato de mi
madre. Era una señora vestida de negro, delgada y pensativa. Me han dicho que
escribía versos, pero nunca los vi, sino aquel hermoso retrato” (1)
En los veranos llegaba hasta
Parral con su padre, conductor de trenes para visitar el fundo Belén y a su
abuelo que vivió 102 años “entre Parral y la muerte”.
Sobre su abuelo parralino
escribió:
”Era un gran
caballero campesino.
Con poca tierra y
demasiados hijos
De cien años de edad lo
estoy viendo:
Nevado era este
viejo, azul era su antigua barba
Y aun entraba en los
trenes para verme crecer,
En carro de tercera
De Cauquenes al Sur…
Su mano de cien años
levantaba el vino
Que temblaba como una
mariposa”.
Los pueblos blancos y
polvosos se adhirieron a sus pupilas y a su sangre. El vino “que nace de los
pies del pueblo” se quedó en su mesa. Los poetas pobres y sin nombre, las
bravas mujeres del pueblo fueron su mejor escuela para su poesía trenzada de
urgencias, voluptuosa, regional, dolorosa y festiva, cenital y terrestre. Su amada “mamadre”,
también parralina, le confeccionaba calzones con sacos harineros y seguramente
fue ella quien lo salvó del desastre de ser un niño pobre y solitario, un
eterno provinciano junto a su caldillo de congrio.
“Y de allí soy, de
aquel
Parral de tierra temblorosa,
Tierra cargada de
uvas
Que nacieron
De mi madre
muerta”.(2)
Un gran crítico literario lo
llamó con razón “El Viajero Inmóvil”, apelando a este incansable pasajero que a
pesar de recorrer el mundo y visitar cientos de aldeas, llevó siempre en su
alma el aroma del Sur de Chile, la visión de sus cordilleras, de su encabritado
y frio mar, la fruición por los platos populares, las cocinerías de los
mercados y el triste destino de los explotados, condenados desde el nacimiento
a la miseria, el conventillo, la ignorancia y la precoz muerte.
“Oh dulce mamadre
-nunca pude
decir madrastra-
ahora mi boca tiembla para
definirte,
porque apenas abrí el
entendimiento
vi la bondad vestida de
pobre trapo oscuro
la santidad más útil:
la del agua y la harina,
y eso fuiste: la vida te
hizo pan
y allí te consumimos” (3)
Desde Parral, carne de
parras y desde el húmedo Temuco nuestro Pablo Neruda, seudónimo elegido para evadir
su actividad poética del enojo de su padre, se fue a Santiago para asistir a
algunas clases de francés en el Pedagógico.
Tiempo de anarquía juvenil, de bohemia, de hambre e ilusiones, de
amores, de pensiones tristes y malolientes, de crepúsculos en la calle Maruri.
Luego siguieron sus
aventuras en el Lejano Oriente, la soledad más recóndita, sus versos más
oscuros, para despertar en España llorando la muerte de Federico, la Casa de
las Flores, los aviones nazi- fascistas, el exilio…
Tal vez la vida obligó a
nuestro Pablo a un eterno exilio. Aun en la capital de Francia que amó
entrañablemente, o en los grandes salones de México o la fenecida URSS, el
poeta añoró siempre los juguetes de su infancia, el aroma de los campos
arrasados por la lluvia, el incesante crepitar del fuego en las leñeras. La
vida es lo que elegimos, pero también lo que la conciencia impone, lo que las
circunstancias exigen. Y después de ver la sangre por las calles de España, la
vida de nuestro Nobel se convirtió en palabra y en causa, en militancia y en
ausencia, en rápidos viajes a su provincia amada y en largas desapariciones, en
extraños peligros y feroces persecuciones, en audaces campañas y en no sé qué
tan quiméricas esperanzas.
Y en el fondo de su baúl
repleto de juguetes y regalos, su única y leal amante fue la poesía, su mejor herencia,
su amada infatigable y fiel, la palabra que emocionó a los hombres rudos del
salitre y sigue emocionando a quienes soñamos con que un día el planeta sea la casa amable de todos los
hombres.
“La poesía es
insurreccional” dijo el poeta, como lo es la primavera. Poesía de cebollas, de
aire, de piedras sagradas. Poesía que desgrana los misterios del amor y
denuncia las vergonzosas dictaduras latinoamericanas, hechas de crueles tiranos
y tumbas sin nombre.
Es poesía de pájaros en
vuelo, de maremotos, héroes y revoluciones inconclusas.
Con esa amada y con Matilde
viajó otras muchas veces a Parral a dar recitales, a reunirse con su familia y
sus amigos para soñar un nuevo Chile.
Porque a pesar del premio
Nobel, de los Doctorados Honoris Causa y la traducción de su obra a todos los
idiomas, nunca dejó de ser el hijo de un agricultor de Parral convertido en
conductor de trenes y una maestra rural que quiso cambiar el mundo porque nació
poeta.
1. Aun, XIX
2. Confieso que he vivido
3. “Donde nace la lluvia”
4. “La Mamadre”
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